Cornisas de bordes afilados remarcados en esquinas, les quedan de paso en esa aventura de volar acompañadas de corrientes pasajeras que empujan a encontrar el camino de vuelta a casa; no son más que siniestras palomas que atacan como quetzales las migajas de un paraíso de cemento, atormentado por bocinazos y quejas que provienen del tumulto de seres a los que poco les importa el bullicio del entorno.
Felices aquellas que viven en la ignorancia de desconocer qué se necesita para transitar el paso hacia el más allá. Su inmadurez las hizo sabias entre músicas de radio escuchadas mientras la madrugada termina con el sueño placentero de otros.
Su corta vida no las hizo vulnerables a vivir en el cielo de estas tierras quemadas por la crueldad de las noticias malparidas que nos engañan adiestrando nuestra sensibilidad por el paso que nos toque transitar en esta bastardeada realidad.
Da igual lo que sientan, pero las veo felices en su espacio, entre cornisas estrechas y parajes improvisados, hechos a la medida de un sastre que aconseja qué colores combinar con el gris del plumaje, con el gris del cielo, con el mismo del cemento, y con el gris de esa alma que siempre ve cruzar la avenida mientras se hacen las nueve de la mañana en cada nuevo día en el que el descanso no es una opción que pueda tomar.
Da igual lo que sientan, siempre están ahí, volando rasante como un bombardero en plena guerra que sólo busca la victoria de su primera batalla, en donde su audacia se mide en cuán cerca pase para picotear el alma de quienes encuentre y quitarle ese gris que siempre se apoderara del aura de los más débiles, de aquellos que piensan más de la cuenta y que no disfrutan la felicidad de la misma forma que las afortunadas palomas.
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