Pensó, y recordó. Fue en Mayo. Un otoño frío pero con un viento adulador de caricias cálidas que resultaron poco provechosas buscando un Sol oculto que jugaba a las escondidas entre algodones grises y poco simpáticos, que no le daban el protagonismo que se merecía después de varias noches triste por haber escondido entre sus pesares millones de intentos por descubrir cuál era su fin. Sin embargo esperó al atardecer, que el ocaso culmine en un momento crítico con un último rayo de Sol, pensó y recordó en ése momento que realmente había realizado un viaje, aunque aún no recordaba a dónde.
Melancólicas crónicas escritas en libros encontrados en una pequeña biblioteca olvidada en una vieja casa, custodiada por perros que aún no han sabido ver su propia existencia, incultos ladridos se hicieron escuchar entre los muros que encerraron un viejo paisaje destrozado por aquellos que no descubrieron lo bueno de haber tenido entre sus manos tantas memorias de escritores insensatos que plasmaron su imaginación para tanta mediocridad humana.
Sin dudarlo, agarró entre varios, un libro tan añejo como un vino de colección, lo acercó y olió el paso del tiempo que le mostraba arrogante su impronta. Amarillo y seco, como hojas de un árbol que se quebraban como en ése otoño, sus páginas antiguas indicaban al final que había sido impreso en la segunda quincena de Octubre de 1963. Frágil y doloroso se sentía, un viejo papel esperaba expectante a ser leído, entendido y apreciado. Una larga lista de nombres intentaban describir el primer capítulo y sólo ésa primer página fue rememorada. Habían pasado 20 años desde que había leído ése libro, y un viaje a ésos tiempos sólo habría permitido que ése libro sólo se encuentre menos frágil.
Aquejado por el tiempo, su espacio se hacía más finito, su mente hacía lugar para divagar imaginando un corcel negro esperando una batalla de incierto resultado, como un libro que es escrito espera un juicio justo en incontables caracteres plagados de pequeñas repeticiones aleatorias. Así recordó haber visto el año 1818 marcado en un libro que sólo leyó una vez.
Inmóvil y petrificado, como un árbol de tantos otoños secos, se acobardó por una batalla jamás luchada aunque no por eso la consideró perdida. Se sentó y meditó oportunamente, tanto que una piedra hubiera sido su cuerpo, y su alma sólo la erosión del viento. Su naturaleza sórdida no le daba su lugar, su emblema era su neutralidad para acomodarse sólo en un lugar, su tierra no era la base, y su cielo no era su techo. Su juicio justo había comenzado, y sus memorias no habían sido leídas por nadie. Terminaba Mayo y el frío aún seguía.
De alegrías compartidas había vivido, y disfrutado en aquellos viejos tiempos, recordaba a gusto una extraña y bella sensación de amor que compensaba con su extraña reciprocidad tan mezquina de su parte, tan guardada que la sonrisa de una tortuga habría sido un espectáculo tan habitual que nadie habría de sorprenderse. La longevidad de su alma mal empaquetada, carente de todo aquello que se pierde al oscurecer el día, pregunta cómo ésa tortuga tan desdichada pudiese estar viviendo tanto tiempo sin tanto amor.
Ciento cinco años habían pasado desde que pisó estas tierras por primera vez, su canción favorita ya no existía para el mundo, sus piedras traídas de una playa remota se encontraban erosionadas en una maceta sin plantas que habían perecido décadas atrás. Su reloj, ya no funcionaba, no le había sido indispensable desde hacía bastantes años, y poco le importaba saber el horario de partida hacia su último destino.
Aunque igualmente miró ése anticuado reloj, fijó sus ojos detenidamente en aquellas ajugas estancadas que mostraban falsamente las 5 de la tarde. Recordó en ése entonces, en una milésima de segundo, dónde había ido hacía mucho, muchísimo tiempo.
Su alma habló con él, y sin antes regalarle una lágrima se despidió tomando sus manos. Sin notarlo aquella alma, le había regalado el recuerdo que estuvo estado buscando durante largos años, que su vejez le había arrebatado a tan temprana edad. Comprendió finalmente la desazón en su última instancia, acompañado de su primera compañera, aquella misma tortuga con la que juntos dieron sus primeros pasos, aquella que también había estado en sus manos cuando era niño. Sólo así, sentado en sus últimos días con un antiquísimo libro sobre su falda, notó que el paso del tiempo le había robado todo lo que añoraba. Ésa sensación de amor que se sentía fresca de nuevo le recordó antes de irse, que Mariana era su nombre, e inmediatamente sus ojos crecieron por querer encontrarla. Ésa última noche de Mayo sus ojos no pudieron volverse a abrir, su conciencia se apagó. Ya era demasiado tarde, pero su alma quedó buscándola por toda la eternidad en los mismos lugares donde viajaron juntos.

Comments